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miércoles, 9 de marzo de 2011

Caso Karadima: Las cosas como son







“Los errores de la justicia civil y eclesiástica chilena ante el caso de este abusador son propios de una sociedad que alberga entidades religiosas oscuras, de discurso ambiguo y con poder. Si Karadima fuera un mortal común, su sentencia penal estaría dada”.



Por Pablo Infante, Músico y filósofo.


Me impresionó mucho la última columna de Cristián Warnken acerca del caso Karadima para los blogs de El Mercurio. Más allá del sorpresivo hecho de que tal casa editorial permita, aunque sea en sus blogs, ataques directos a la Iglesia Católica, me llamó la atención cómo el autor da, creo que sin él saberlo, en lo que yo considero el meollo de todo este escandaloso asunto.

La lúcida acusación hecha por Warnken plantea que existe un generalizado discurso eclesiástico en el cual no se dicen las cosas por su nombre, en relación a las impresentables pseudo-declaraciones de algunos personeros de la Iglesia Católica chilena acerca del antaño fresco caso Karadima. Pero más allá de esto, se debe notar que tal fenómeno, en principio discursivo, es extendible fuera de los perímetros del vicarismo, esto es, del sacerdocio o de la vida estrictamente eclesiástica. He allí, justamente, el meollo en cuestión.

El punto es el siguiente: a Karadima no lo defienden -¿o defendieron?- sólo sacerdotes, vicarios o funcionarios de la Iglesia, como en su momento monseñor Arteaga lo hizo, sino que también parte de una comunidad que se puede clasificar, sin mucho esfuerzo, dentro de un ámbito católico y, digamos, de clase “acomodada”. Las defensas al sacerdote -¡todavía sacerdote!- han corrido por parte de personajes como Ximena Ossandón, aunque sea informalmente dentro de sus fantasías y plegarias, y, en el ámbito penal, por parte de abogados profesionales. Digamos también que, en general, existe una porción, aunque sea mínima, de feligreses o adherentes a cierto núcleo eclesiástico a quienes no les conviene condenar directamente al ex prócer de El Bosque, sea por la razón que sea.

Ahora bien, la pregunta que vale la pena hacerse es: ¿cómo no condenarlo? Digamos que la respuesta se encuentra en la tergiversación de valores o principos que son, justamente y con toda seguridad, los pilares de la Iglesia Católica -al menos de la moderada, tal como la conocemos, ya de lejos, ya de cerca-. O, en términos de Warnken, la respuesta recaería en aquel vicio de “no decir las cosas por su nombre”. El fenómeno se ha presentado, entonces, a nivel social.

Me explico. Si la realidad, o un conjunto de hechos, es que los abusos sexuales son plenamente condenables en nuestra sociedad, tanto desde un punto de vista ético como religioso y jurídico como creo que lo son, vimos por el lado de las autoridades de la Iglesia a un Papa Benedicto XVI –en tanto pontífice máximo del catolicismo– intentando salvar lo insalvable. Frente a las horrorosas estadísticas de abusos sexuales dentro de su institución lo observamos diciendo que “antes” tales prácticas eran más “normales”.

Si la realidad también es o fuese que Jesús, aquel simple y admirable profeta nazareno, enseñó que en vez de la mentira debe reinar la verdad, que en vez de lujuria debe haber sencillez y que en vez de clases sociales debe haber unidad, vemos a cierta porción de la comunidad católica que, lejos de practicar tal evidente legado bíblico en el que la Iglesia Católica dice basarse, es identificable con su opuesto: opulencia, ostentación, arribismo, etc. Algo huele mal.

Lo anterior podría sonar gratuito y muy general, pero me apoyo, y en gran medida comparto, lo que Carlos Peña comenta en su columna del domingo 20 de febrero titulada Lo que Karadima reveló: hablamos de una comunidad, y Peña se refiere a la de la iglesia de El Bosque, regida por reglas propias pero, a la vez, insertas en la Iglesia Católica, como si la usaran como mera plataforma. Estamos hablando de un catolicismo “exento de las locuras de la cruz”, es decir, con licencia para tergiversar, ablandar o acomodar sus propios y supuestos credos. Estamos hablando, en definitiva, de una comunidad que elige y, me imagino, que justifica una espiritualidad no socialmente comprometida; moralmente quisquillosa, pero superficial y cambiante según la situación. Si las circunstancias son que el sacerdote estrella de la iglesia de El Bosque resultó ser, por lo bajo, un delincuente, entonces los abusos sexuales no son tan graves, o son fruto de tentaciones inframundanas o quién sabe qué. La cosa no se dice por su nombre.

Lo anterior, si bien no me consta, porque no soy ni fui parte de la aludida comunidad, me calza. Y me imagino que no soy el único a quien le sucede esto. A partir de las observaciones de Warnken y Peña se desprenden, creo que necesariamente, varias preguntas: ¿Cómo se justifica un desvío ideológico (me refiero, por ejemplo, a una eventual espiritualidad no socialmente comprometida) frente a las bases fundamentales de la Iglesia? Creo que sólo tergiversando el discurso nítidamente solidario y fraterno de sus bases. ¿Quién más que una persona católica y a la vez tergiversadora de sus bases espirituales podría defender u omitir un juicio sobre Karadima? Como éstas existen aún más preguntas.

Vamos desde lo más obvio: ¿Cómo defender a un Vaticano bañando en oro si tomamos en cuenta el estilo de su ilustre fundador, el ideólogo de la Iglesia, nuevamente Jesús? Me imagino que, a lo sumo, la respuesta puede caer en el ámbito antropológico, es decir, apelando a la sed de poder per se del hombre, del hombre mayúsculamente imperfecto.

Ahora, contextualicemos la pregunta: ¿cómo se justifica, por ejemplo, quien es católico y, a la vez, rotea a sus empleados u ostenta dinero en exceso? O ¿cómo lo haría un creyente para explicar que, después de oír en su templo el día domingo que “somos todos hermanos”, dice odiar a los mapuches? O, nuevamente y en última instancia, ¿cómo se excusa o se encubre a Karadima? Las preguntas son, a mi juicio, todas del mismo calibre. Los errores por parte de la justicia civil y eclesiástica chilena a la hora de reaccionar frente al caso de este abusador son los propios de una sociedad que alberga en su interior entidades religiosas oscuras, de discurso ambiguo y, por si fuera poco, con poder. Las cosas como son: si Karadima fuera un mortal común y silvestre su sentencia penal estaría dada.

Trascendiendo por mucho un simple ataque a toda la Iglesia Católica, en la que, por cierto, he visto sectores respetables, incluyendo a sus creyentes, creo que es indispensable ver que lo que el mismo Warnken bien reclama corresponde a un fenómeno también, o más bien, social. A partir de él se pueden comprender varias omisiones o silencios a la hora de “decir las cosas como son” en el caso Karadima.



ASAMBLEA NACIONAL POR LOS DERECHOS HUMANOS CHILE

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